Eran las 4 de la tarde y nuestro jefe nos dijo que era su último día con nosotros. Que le habían certificado sus años de trabajo y ya era momento de irse. Luego de más de 30 años de servicio público. Yo tengo 34 de edad. No son cáscara de coco. Es una vida entera.
Pero pasa muy rápido. Y más cuando estás trabajando. Llega el lunes y ya esperamos con ansias el viernes. Queremos acelerar el tiempo y no nos damos cuenta que al tiempo nada ni nadie lo detiene.
Hubo un momento en el cual la tristeza se hizo presente, y no era para menos. Cuando te despides de un lugar que se convirtió en tu segundo hogar, y de un grupo de personas que eran tu segunda familia, prácticamente es como un sentimiento de duelo. No importa si pasaste infinidad de malos ratos o decepciones. Las experiencias, las alegrías, las amistades, haber dado el máximo de nuestras capacidades... Todo eso duele al momento de irse.
Al momento de darle un abrazo a mi jefe, le dije: "Felicidades. Disfrute su retiro. Descanse mucho. Gracias." Porque no es momento de llorar ni de sentir tristeza. Es momento de reflexionar en lo vivido y ser agradecido por todas las bendiciones recibidas y por la oportunidad de servir al prójimo.
Por mi parte, cuando un ser querido parte, la mejor forma de honrarlo es viviendo sus mayores valores y cualidades. Que su paso por mi vida no haya sido en vano. Así como mi paso por la vida de otros tampoco puede ser en vano. Ningún día puede pasar en vano. En un dos por tres, pasan 30, 35, 40 años y me llegará el momento de decir adiós. En este cuadrilátero llamado vida, llega el momento en que los golpes son demasiados y hay que enganchar las botas. Ojalá ese momento sea de alegría y satisfacción por haber dado "una buena función."
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